Laura Ciancaglini. Psicoanalista y escritora de origen argentino. Radica en Barcelona,
España. Es autora de De facto (2009),
Caligrama hallado en una media, Ciudad de Dite,
Revueltas Críticas (2009), Cuentos de Flâneur, Subtextos de Psicoanálisis.
La palabra libertario es difusa: apenas luce en el credo de pensadores anarquistas de otros siglos, quienes se afirmaban sobre el mundo que les había tocado desde la rebelión de una libertad sin gobierno, leyes ni fronteras; abrían sus ataques de romántica frontalidad contra un estado autoritario desde su fundación, y en ese romanticismo cifraban una mística y una metodología.
El liberalismo del siglo veinte también va tragando a su paso
las conquistas y luchas frustradas de la historia de los pueblos, y se apropia
en el camino de toda jerga o vocabulario que pueda servirle, despojándolo de un
sentido que evoque fuerza y rebelión ante los poderes de facto.
Está visto que hoy y siempre, el sistema acuña palabras bien
utilizadas por viejas generaciones; las revuelve en el caldero brujeril de una
lexicografía de lo lícito, y las echa al ruedo del habla a través de sus
esbirros tertulianos y blogueros. Sin darnos cuenta, estandariza lo maldito,
revienta la poesía de voces que dijeron palabras malquistadas con los Amos a la
hora de levantamientos populares y revueltas. Las desactiva, las vuelve anodinos comodines en el
caos parlanchín de las radios, y en las verborreas del supermercado de la tele.
Sin embargo, nos siguen asombrando todavía los románticos
anarquistas, por la obstinación secreta de esa furia huraña e insociable, casi
privada y de justicia propia, que podría revertir un orden prepotente y
territorial. Pero esas certezas de hierro, forjadas al calor del ideario de una
concepción de libertad de seres apartados, no fueron más que estallidos y focos
aislados de gente que molestaba
a los mandones y a los terratenientes, dándoles razones para
endurecer aún más las leyes represivas de la época. Y como parece que la
libertad es un bien individual, las luchas sólo podían desarrollarse desde
inconformistas solitarios que militaban en nombre de otras libertades no luchadas
o impotentes. Casi como picaduras de mosquito para un león desprevenido.
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Nunca deja de sorprender que la palabra liberalismo no aluda a la
libertad sexual o a la liberación de las clases oprimidas, sino a un sistema
económico que en última instancia tiende a revocar estas libertades de forma
sofisticada e indirecta. Libertad de comerciar, de pagar lo menos posible al fisco,
de hacer negocios en lo ilimitado de un intercambio natural y espontáneo.
La libertad a la carta para sacar el mayor provecho de la depredación sin
repuesto de los recursos naturales; la libertad de expoliar el planeta y sus riquezas; la libertad
empresarial de someter a las masas trabajadoras con contratos basura y derechos
laborales mínimos y pisoteados. La libertad de que a ningún depredador, ávido y
codicioso, se le pise el poncho en el éxito de su “emprendimiento” (palabra-acto
que encierra una nueva ilusión de lo imposible).
¿Qué palabras quedaron vigentes para nombrar lo que hoy reedita
su versión en resonancia y ecos de lo mismo?
El comunismo no es una amenaza ya para el mundo, por lo tanto no
hacen falta ahora políticas de bienestar social ni paritarias, ni subsidios que
implanten la convicción de que en las democracias neoliberales también hay una
distribución justa e igualitaria, y que no se necesitan radicalismos de izquierda.
Como el cuco rojo pasó de moda, hoy la mascarada del Bienestar Social cae de
manera impúdica sobre la memoria lábil de los pueblos indignados.
En aquella versión originaria de lo libertario, la palabra
pivote era resistencia. Aplicada al mundo de hoy se trataría de una resistencia
jurídica ante el avance de decretos camuflados de leyes parlamentarias;
resistencia ciudadana en un mundo administrado por empresarios y políticos accionistas
y asesores de lobbies. Y precisamente, son ellos quienes hacen circular un
puñado de conceptos de los que se apodera el periodismo, portavoz y gendarme de
la propiedad privada comunicadora.
Nos alienamos entonces en categorías, sin más, y no es necesaria
ya la fuerza bruta mi el abuso de poder para convencer a nadie de que lo
establecido como verdad es lo justo y adecuado, o sea, lo normal. El resto de
lo que cae por fuera del discurso será lo patológico, lo medicable, lo absurdo
o peligroso.
En base a estos conceptos acatados por la masa televidente,
oyente de radio y lectora de periódicos, se estandariza lo subversivo de un
mensaje que haga ruptura en el discurso social, para desactivarlo o
negativizarlo en su posible efecto revolucionario. De esta manera, aquello que
podría subvertir un orden vertical se sataniza y devalúa un decir aceptable que
baja a imponerse, al mejor estilo de los
Artículos de Fe de la Iglesia durante su período teocrático.
Es interesante la sutil diferencia entre los conceptos atopía y utopía, y su morbosa confusión por parte de los
habladores intelectuales del medio periodístico. La atopía es aquello que
no comparece en ningún tiempo y lugar.
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Tenemos aquí el carácter subversivo del concepto utopía, y por qué es
preciso deshabilitarlo como posible por los que frenan toda chance de terminar
con el hambre en el mundo y una repartija saqueadora, de pulsión apoderante y
criminal asimetría.
Desde luego que si la lengua construye la concepción del mundo
de quien habla, ella misma no escapa al control de los manejos lingüísticos que
el poder ejerce sobre sus hablantes. En definitiva, pensamos y hablamos como se
precisa para no perturbar la dirección ideológica que toma el discurso social,
implantado en la comunidad que dice lo que habla.
En la cosmovisión medieval del hablar, ejemplos del control
moral de la Iglesia sobre las palabras son los términos infidelidad, compasión, abstinencia, caridad, pecado,
libertinaje, indecencia, suplicio, renuncia, culpa, sacrificar, resignación, etc. Todas estas palabras indican una legalidad monádica que se
metía por los entresijos más privados de la vida de la gente. Las categorías de
pensamiento construidas alrededor de estos conceptos atravesaban como lanzas el
hablar de nuestros antepasados, sujetándolos a una prisión verbal que
maniobraba a su antojo el mundo simbólico de cada existencia.
En lo colectivo de la comunicación, la subjetividad se alineaba
en el zumbar absolutista de estas mismas palabras, repetidas una y otra vez.
Palabras que maniatan con un significado que domina la escena, y excluyen la
experiencia que se oponga a su sentido. El sexo, las traiciones, la enfermedad,
la muerte y el dolor físico, el hambre, la continuidad milagrosa de una vida;
las pestes como castigo divino o complot vengativo de los judíos de Europa, etc. Todos
esos rumores pasados de aldea a aldea por los caminantes y juglares. Palabras
que construyen la realidad magnífica de todo lo que nadie puede ver ni tocar.
Las palabras medievales condensaban la vida en un perímetro
perfecto. Se aceitaban como andariveles certeros para desarrollar una vida sin
preguntas. ¿Es acaso hoy una reedición sofisticada de aquel oscurantismo que
ponía en la boca de todos lo que era preciso decir para estar hablando de algo?
¿Cuáles serán hoy las palabras que equivalen a aquellas de la era medieval?
Buen ejercicio, el de tantearlas en un semillero de canjes, reemplazos
semánticos y arcaísmos recobrados para mencionar cosas absurdas y fugaces.
Palabras que perdieron el vigor fundacional de su emergencia política,
repetidas sin énfasis por bocas que saben mentirlas con talento.
Apagados los imaginarios de otros mundos que tuvimos, las
palabras subversivo o subversión han sido despojadas de su sentido original en una esfera que
apuntala lo más simbólico del término, esto es, aquella acción o mensaje que
busca agrietar siempre lo dado, ponerlo en falta y amenazar su perpetua y
aparente condición de natural.
En cambio, la connotación que soporta la palabra para la
audiencia es la de algo maligno que introduce lo siniestro. No es casual que subversivo sea hoy un
concepto leído como sinónimo de terrorista. En este rumbo, la condena es la realidad instituida y no
instituyente, traducida en el recorte de lo que vemos en la pantalla de la tele
a diario, y en las noticias con que los medios (hegemónicos, por antonomasia)
van esculpiendo la opinión pública; the common sense, como
quería Stuart Mill.
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La palabra subversivo
fue reflotada por los gobiernos militares
genocidas para presentar un enemigo bien nombrado a la sociedad. Como parecía
imposible combatir lo innominado, según los manuales castrenses, hubo la
restauración semántica de un término casi no utilizado antes en el habla coloquial.
Un término que nombraba a aquellos anarquistas que ponían bombas en lugares
públicos y casas particulares de gente del poder. ¿Para que robar el
significado de palabras corrientes, existiendo ya la palabra adecuada?
Subvertir un orden
representaría la ignominia del asocial que corrompe el cuerpo de la sociedad
que lo ha producido como individuo. La biopolítica da sus peores metáforas
corporativas: el gusano que corroe y pudre manzanas humanas, el cáncer que
avanza ganando tejidos a la enfermedad del cuerpo social, lo tóxico que es
necesario bloquear para que no haga estallar el organismo entero. Acepciones de
subversivo son: levantisco, agitador, rebelde, guerrillero, peligroso,
golpista, perturbador, sedicioso.
¿Quiénes deciden los contenidos de los diccionarios de cada
lengua? ¿Existía el concepto de subversivo antes de los
movimientos insurgentes en las revoluciones americanas? ¿Se habría acuñado
antes de la Comuna de París, de 1871, o de la revolución de 1905 en la Rusia
zarista? ¿Cómo nos necesitan los Señores Feudales contemporáneos para conservar
su dominio sin interrupción?: incultos, apolíticos, escépticos o desencantados
(pues se acabó el hechizo del Ideal), superfluos charladores, ideológicamente confundidos, jamás
comprometidos con el otro semejante, racistas, patriarcales, devotos
perseguidores del dinero, antisemitas, consumidores conspicuos de toda
mitología (zodíaco, tarot, ufologías, conspironoia, preppers, orientalismos
ortopédicos, etc.), fanáticos voyeurs del fútbol, amnésicos de los avatares de
la historia, los genocidios y las guerras; obsecuentes con los fuertes, ávidos de objetos y artefactos;
sufridores en la íntima tragedia de un cuarto miserable, en la entrega
cotidiana de esa libra de carne a un Shylock de turno, sin lumbre sindical de
lo que cierta vez fueron derechos; la obscena precariedad en su asunción de lo
dado como inapelable. La negación de lo colectivo como proceso solidario de
recuperación social. Lo libertario, triunfante en su acepción norteamericana.
La libertad de la que gozamos es la del consumo, la de los
créditos, la de anhelar posesiones y viajes que nunca gozaremos más que a
través de los refuerzos publicitarios y esa probabilística engañosa de los
juegos del azar. La libre libertad del libre mercado, en el que nada de lo que haremos
carece de valor. Las palabras hechas realidades que predican: precio, activos,
gasto, insumo, flujo, ahorro, inversión, crédito, prorrateo en plazos que duran
la completa existencia del deudor. La tasa de un interés que flota en la angustia de uno mismo.
La libertad de entrar al cepo para obtener bienes, sin quedar del otro lado de
la alambrada.
Lo único que queda para echar mano al recate conceptual es la
coherencia que persiste de aquella utopía libertaria de fines de siglo XVIII,
delatando la gran farsa en la que los ciudadanos desesperados rastrean una
chispa de fuego eterno dentro de su celdilla en la colmena.
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Lo subversivo hoy será, entonces, poder discriminar el espectro
consumista que se nos propone para perpetuarnos en un sistema que nos conviene
en varios aspectos, pero que también nos deja encadenados a una inmovilidad
política sin precedentes.
La resistencia a la estupidez (naturalizada como cultura de
masas), la recuperación de una ética que rompa la ecuación mortífera del dios
Capital ("Tanto tienes, tanto sirves para algo"); todo este trabajo
de desalienación de conciencias sería la llave de lo libertario, en aquel
sentido de los románticos y utópicos.
Los rebeldes, los insurrectos de hoy son los que no aceptan las
reglas de sujeción a un plan de dominio intelectual, sostenido con fiereza de
atlas en cada uno de los aparatos ideológicos de Estado. El proyecto (sin plan
documentado) ha sido desde siempre adormecer a las nuevas generaciones en la
escuela, en el cine, en el fomento dedicado del consumo de sustancias y de alcohol,
en las pronto olvidables series de quince temporadas; en los programas reality
de insolencia chabacana; en las universidades y sus currículas pagadas por los
lobbies alimentarios, farmacológicos, agropecuarios, empresariales, etc.; en la
literatura de lectura cada vez más fragmentada, cada vez más baladí e
innecesaria. La literatura de pie de foto, de frase circulante de cartel;
aquello superfluo que borra sin disimulo la historia de la poesía de las cosas.
La aniquilación voluntaria de toda forma de concebir la vida fuera de los
términos que el neoliberalismo sobredetermina desde el primer descubrimiento
del mundo de la Cultura. La poesía hecha humo, reliquia sólo analizable en
sesudas cátedras de teoría literaria. El twitter, como pretensión de coagular
lo principal en lo liviano pasajero. El instagram, como habitáculo instituido
de unan imagen que no vale ni siquiera tres palabras. La banalidad de la
estulticia, remedando a Hanna Arendt.
Atontar con nuevos contenidos y palabras para la desmovilización
política y poética, para esa libertad que facilita la desgracia individual,
intramuros, en una tragedia singular que se llora a sí misma, culpable por no
obtener logros y capacidades que el sistema demanda con violencia sutil, etérea,
seductora. Atontar para el aburrimiento en horas de ocio, para el dócil empuje
de años que transcurran en torno a escenas parecidas. Atontar para tocar el
riesgo y la velocidad en deportes desafiantes de la ley de gravedad,
obligándonos a apostar a una adrenalina en alto como única manera de comprobar
que estamos vivos.
Atontar mientras somos nosotros ahora los que seguimos vaciando
de sentido las palabras aguerridas, palabras que inscribieron cierta vez
gloriosas gestas en la historia. Palabras que hoy se escuchan ampulosas y de
otros tiempos más lentos y menos productivos. Palabras que contienen en sí
mismas una realidad hecha de significados que ya no comparecen.
Si la lengua la hacen los hablantes, nuestro hablar deshilacha
lo bien dicho en imaginarios sepultados; la dominación que aliena en un decir
actual que nos atropella lo que no volveremos nunca a decir del mismo modo.
Prueba de este cinismo es el discurso de la clase política en el poder: nada de
lo que se diga (o desdiga) quedará registrado como escándalo o motivo
suficiente para una dimisión o una auténtica condena popular. En tiempos de
caballeros y duelistas, la palabra dada implicaba, incluso llegar al suicidio por oprobio o
escándalo público de corrupción.
Las órbitas del intercambio se unifican en un código que ablanda
y desconecta lo inaudible como tal. Lo adultera antes de soltarlo al ruedo de
lo posible, lo disfraza de impostergable y de normal, de accesible y demasiado humano, para
que lo recibamos desde la empatía. Todos nos apropiamos de lo ofrecido, lo
echamos a la cadena de montaje verbal que acopia y hará circular lo que se
permite decir hoy sobre las cosas del mundo, aquellas cosas que habrá que
considerar para darle algún tipo de sentido a lo dado.
Como los dioses griegos, los que mandan hoy se muestran sin
disimulo con sus debilidades humanas, en una apertura discursiva sin sanción,
para que nos identifiquemos en la cercanía de sus errores personales. Las
palabras cínicas que construyen realidades esquivas y tendenciosas. El sofisma
viaja cómodo de arriba hacia abajo, moviéndose en la univocidad discursiva que
los ampara y convalida. Ya no se precisa el conductismo para atrapar a la gente
en monotemas, modismos o clichés. Lo subliminal es una pieza del museo de los
recursos de penetración de mercado. No queda nadie para convencer: somos
Capitalismo, somos Consumo, somos la legión zombie que marca el paso en la
urdimbre de la especie.
Las palabras nos van conversando en una ronda de códigos, nuevos
decires, desencuentros, puros equívocos que nunca saben aclararse. Tallan y
bordan caminos que se cruzan con los otros para hablar. Alzan proyectos dichos,
pronunciables; apagan sueños contados a viva voz, cambian sobre la marcha lo
posible por lo cierto, y sostienen en automático el control de nuestras
pequeñas barbaries cotidianas. No usamos palabras al azar para decir lo
nuestro: escogerlas es un destino predeterminado que partirá de la ideología y
su mirada del mundo. Es una flecha disparada en el aprieto existencial de seres
que se hablan sin parar nunca, metidos de los pelos en un corredor de balbuceos
y revuelos neuróticos, que dicen y dicen sin cesar.
Decir lo que el Amo quiere que digamos es la batalla mejor
ganada desde el poder hacia la masa. Es el bastión que domina sin esfuerzos la
vida humana en su transcurrir globalizado. ¿Y qué querrá el Amo lingüístico que
pongamos en el melodrama del decir? ¿Cuáles palabras inventan hoy imaginarios
que amaestreen para la inmovilidad política y el consumismo?
Palabras asociadas a la política institucional, como usina de
desmanes, latrocinio y corrupción. La política fusionada a lo político, en la
remota injerencia de un ciudadano que debe resignarse a leer las noticias en el
diario. Palabras-estuche de contenido sorpresa, ¿cómo leer palabras que
enjuagan los significados, según la conveniencia del que habla? No decimos de
casualidad lo que creemos decir, y las palabras que usamos no son nuestras en
la elección instantánea de su uso. No hay palabras inocentes ni robadas. Desde
la biopolítica otra vez, seremos un cuerpo tenso y extenso, impasible, amnésico
y robusto de palabras que se prestan y avasallan. Pero en ese mecanismo eficiente
del hablar, un discurso supremo tirará siempre con fuerza de los hilos.
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