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El Sistema
Constitucional de tres poderes, ha sido inventado e instaurado en Estados
Unidos en 1783 a partir de los planteamientos del Barón de Montesquieu en su
obra El espíritu de las leyes (1748).
Parte de ese sistema capitalista, es la llamada «Democracia Representativa»,
que funciona basada en los partidos políticos y en el juego electoral creado
para garantizar a los grandes capitales la paz y tranquilidad, la conservación
del statu quo y su consiguiente
enriquecimiento.
El proceso electoral consiste en hacer creer a la gente, a la sociedad,
que es el pueblo quien elige a los gobernantes que trabajarán en
beneficio de la colectividad.
Así ha venido funcionando el
capitalismo, etapa actual del desarrollo humano. Vemos que les ha resultado favorable a quienes detentan el poder del capital y de quienes
son puestos por ellos para gobernar; así lo han hecho durante los últimos doscientos
años, esparciéndose cada vez más en este mundo, globalizado y neoliberal.
Pero todo
lleva en sí el germen de su propia destrucción, la opresión de este sistema,
aparte de explotarnos, también nos ha impulsado a la búsqueda de soluciones a
las crisis sociales, humanas y ambientales causadas por el propio sistema, pero
asumiendo que debe ser la humanidad en su conjunto quien puede y debe arreglar
el entuerto.
Esta
capacidad crítica de inconformarse (el arte entre ellas), de búsqueda, de
no renunciar jamás a la posibilidad de soñar, de crear y de luchar por nuevas etapas
y nuevas maneras de producción y desarrollo, de reparto de la riqueza creada,
nos ha permitido mirar más allá de lo que nos quieren hacer creer y mirar.
La
imaginación nos ha llevado, durante doscientos de capitalismo, a pensar que si
la sociedad, el pueblo, no acciona en su derecho a exigir mejores niveles de
vida, nos espera un futuro aterrador de control burgués como el que planteaba
Aldous Huxley en Un mundo feliz, o la
historia Cuando el destino nos alcance, llevada al cine por Harry Harrison.
Es gracias
al irrenunciable derecho a soñar, a plantear utopías que nos permite vislumbrar
un devenir maravilloso como han imaginado los comunistas o los religiosos de la
Teología de la Liberación o las comunidades indígenas de Chiapas: un mundo en
donde a cada quién se le exija según su capacidad pero se le dé según sea su
necesidad; una sociedad de justicia e igualdad en donde la representación de
Dios esté en cada uno; «un mundo en donde quepan muchos mundos» y «quien mande,
mande obedeciendo» y se privilegie el beneficio colectivo antes del individual.
El reto no
es fácil. La humanidad en su conjunto tendrá que ir dando forma al nuevo
sistema económico, político, ideológico y el sistema de seguridad, en el que
todo sea primero en bien de los más desfavorecidos; primero el bien común sobre
el individual. Para esto, se requiere una profunda transformación social.
El cambio de
fondo, de raíz, no será con elecciones sistémicas que dan vida y oxígeno a un sistema
injusto; tendrá que ser con la participación ordenada, consciente, reflexiva,
decidida, organizada, de toda la sociedad –o por lo menos la mayoría de ella -.
La esperanza
de un cambio real en beneficio del pueblo – en términos de justicia social,
igualdad jurídica, honestidad de los funcionarios, fomento a la actividad
artística y científica, etc.- no será a través del proceso electoral que han convenido los grupos
sociales antagónicos de pobres y ricos.
Así, mientras
el pueblo siga pensando que votar va
a mejorar su condición de marginación y pobreza, la oligarquía –dueños de la
política, de los medios de comunicación, de la riqueza nacional, de los
consorcios, de la fe, del conocimiento, etc.) seguirá decidiendo a quién poner
en el gobierno, haciendo creer que la decisión popular lo puso gracias «a que votó»;
seguirá apropiándose de la riqueza que entre todos producimos. «Cada tanto, se
le concede al pueblo el derecho de elegir a sus verdugos», decía Ricardo Flores
Magón.
Y aunque las
promesas de campaña se han convertido en una verdad de perogrullo y la gente
sabe de manera generalizada, que los políticos son ladrones y les importa un
bledo el pueblo, lo asombroso es que a pesar de las evidencias, en el sentido de
que la clase política y los empresarios sólo cuidan sus propios intereses, el
pueblo sigue creyendo que elige a sus gobernantes, cuando de antemano ya está
acordado, negociado y decidido.
La gente sigue confiando en las elecciones como
forma de mejorar su situación y al Estado le conviene que no se busquen otras formas de accionar y se conformen con votar.
Con todo, es
bueno recordar lo que decía A. Lincoln: «Se puede tener engañado todo el tiempo
a una parte del pueblo, o se puede engañar a todo el pueblo un tiempo; lo que
no se pude, es engañar todo el tiempo a todo el pueblo».
Don Ricardo
Flores Magón, afirmaba que: «Quien predica a los trabajadores que dentro de la
ley puede lograrse la emancipación del proletariado, es un embaucador; pues la
ley dice que no debe arrancarse de manos del rico la riqueza que nos ha robado».
Es también
tiempo de recordar la obra de José Ma. Morelos y Pavón Proyecto para la concesión de intereses europeos y americanos adictos
al gobierno español, que dice en un grito semejante al del profeta
Jeremías: «¡Hay que destruir para construir, pues no se puede hablar de
justicia ni de una nueva sociedad, si no se destruyen hasta los cimientos las
estructuras de opresión!».
Es una
falacia por lo tanto, afirmar que por la vía electoral se logrará edificar una
nueva sociedad de justicia, libertad y equidad -¿Cómo organizarla, quiénes
estarán al frente? Es la búsqueda legítima en la que están desde los utopistas
San Tomás Moro, Saint Simon y Charles Fourier; los revolucionarios Marx,
Engels, Lenin, El Ché; los anarquistas, los sinarquistas, los cristianos de las
Comunidades Eclesiales de Base, etc. Hasta los indígenas de Cherán o Chiapas.
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